Bruselas, los hijos de españoles
Si les preguntas su origen, todos dirán ser españoles. No importa lo que diga el pasaporte. Cocinan tortilla de patatas, siguen a algún equipo de la liga y a todos ellos, Barcelona, les encanta.
Son los hijos de quienes llegaron en los años sesenta y, al final, se quedaron. De los hombres, ya casi ancianos, que se sientan en un banco de la rue Jourdan a ver pasar la mañana como en la plaza del pueblo. De sus mujeres, que a veces encuentro en el mercado, hablando, tras casi cuarenta años, un francés de supervivencia. De los dueños de esos bares castizos que, sacados de su lugar y de su tiempo, anacronizan el comienzo de la chaussée de Waterloo, o cualquier otro espacio indistinguible.
Son sus hijos los que, como para convencerte, te cuentan cuantas veces -o cuantos meses- han pasado en España. Hacen los chistes que estaban de moda en la tele en el momento en que fueron. Hablan de cantantes y recetas de cocina. En un castellano casi sin acento, casi sin errores. Casi. Pero, si sabes francés, reconoces el origen de estructuras como “es en Mayo que viene” o “vuelvo en España”.
El día que recorrí la línea 84 era un sábado. Ya casi a la altura del Atomium se estaba celebrando una boda. Trajo a la novia un carro de caballos. Los familiares la esperaban vestidos tan folclóricos, tan Francisco de Goya y souvenir de baratillo que, por un momento, pensé que era un rodaje. Pero no. Era una boda real y, para regocijo de los transeúntes, c’était tellement espagnole! Muy bien, sí. Pero, ¿quién se casa así en España?
¿Qué construcción del país ha elaborado su cabeza? ¿Hasta qué punto son conscientes de que la evolución de su país no se detuvo el mismo día en que se fueron? ¿En qué se basan para inventarse el resto? ¿En películas viejas y letras de canciones?
Inmunes a cualquier información que cuestione su mito, a cualquier conocimiento amenazante, tenazmente se identifican con una cultura que, si alguna vez existió, hoy, desde luego, no lo hace.
Lo comento con Kevin, y él me lo reduce a un viejo dicho irlandés: “The past is a foreign country”. Sí, es verdad, el pasado es un país extranjero. Y dándole vueltas recuerdo a Gabriela Mistral y su frase certera de que “la patria es la infancia”. Combianando ambas, bien podría decirse que todos somos exiliados de nuestra propia infancia. La diferencia entre ellos y yo, supongo, es que ellos viven además en un segundo exilio más vago e inasible que no es sino la infancia de sus padres.
Es que aquí no es como en España, me dice mi prima. Son mucho más fríos, más indiferentes. Aquí la gente no habla contigo cuando se sienta a tu lado en el tren. En España tampoco, iba a decirle, pero escogí callarme.
jajajajajaja… buenísimo! Creo que era Mark Twain que decía que la mejor solución cuando te duele la cabeza es martillarte un dedo… Cambia una cosa por otra que es más soportable.
No había oído lo de Twain, al menos de esa forma. Pero estoy pensado que tendría cierto sentido, incluso biológico. Seguramente, el cuerpo empiece a segregar endorfinas a chorro y la cabeza te duela menos… Eso sí, mejor que haga otro la prueba. Yo tiraré de ibuprofeno. ;)