Bruselas, epílogo.

Naturalmente, con el tiempo, llega el momento de volver. Es decir, de volver a ir.

Todo es profundamente familiar, aunque en ocasiones dude al escoger el camino más cercano para ir de un lugar a otro. Por supuesto, hay comercios que han abierto o han cerrado y han terminado las obras de la Place Flagey, que se expone por fin al viandante tras casi veinte años.

La línea 55, que tan bien te había venido, ahora es la 51. Las líneas de metro también han cambiado. Y la 3-23, que en su momento fue sustituida por la 3 y la 25, ahora vuelve a ser la 3. Pero, eso sí, se escinde en las líneas 31, 32 y 33, de ocho a doce de la noche. Todo indica que, indiferente a la globalización y otros movimientos homogeneizadores, el belguismo resiste. Tal vez hasta se intensifique.

El fin de semana es escogido convenientemente por las fiestas. Y entre cervezas y bailes, Amaia encuentra un momento para decirme “esto de que hayas venido es genial para vernos todos, porque ya casi nunca lo hacemos”. Muchos se han ido. Y otros, los que han ido llegando, o simplemente apareciendo, han configurado otro paisaje.

Pero final, una familiar bien conocida, me habla de su embarazo. Del niño que espera y que tendrá un nombre pensado para pueda pronunciarse igualmente en francés y en castellano. Que crecerá en un entorno rico en gente y en culturas, pero que reconocerá como propiosles chicons gratinsy la tortilla de patatas. Alguien a quien, probablemente, Barcelona,le encante.

Como a mí.