Recordarás que yo
siempre fui un niño
de sueño turbio,
que en noches cualesquiera
me levantaba aterrado
de mi cama de quejosos muelles
a tocar en vuestra puerta
y decir:
«tengo miedo».
–
Yo esperaba -y sabía-
que, como siempre,
me cobijaríais
bajo vuestras mismas sábanas
donde todo era seguro
por una noche, al menos.
–
No sé si recordarás también
que a veces
después de atormentarme
en pequeñas eternidades
—– enjaulado
terminaba por decirte:
«Es que tengo ganas de llorar,
pero no sé por qué».
–
Me avergonzaba tanto de mí mismo
del niño extraño y cobarde que yo era,
que imaginaba una respuesta despiadada,
algo así como:
«Pues si no sabes por qué, no llores.
No seas un llorón».
–
Y sin embargo,
me desconcertabas maternal
con un sencillo:
«Pues si quieres llorar, llora».
Rompía yo entonces en lágrimas
de inexplicable origen
e incuestionable urgencia.
–
El dolor era,
y nada más.
–
Hasta que por fín
lo diluía en mis cuencas,
y lo desterraba,
junto con las preguntas sin alma,
las dudas,
la vergüenza.
–
De las lágrimas
que me trepan hoy
a la graganta
pocas son huérfanas de sangre
como aquellas.
–
Y tal vez sea necio
por mi parte,
pero lo cierto es que,
casi siempre,
rebosan de sentido.
–
Pero recién he descubierto
que sin aquel recuerdo angular
de mi infancia,
sin aquella lección de desvergüenza
tal vez hoy
no supiera recurrir
a ese limpio:
«Pues si quieres llorar, llora»,
dudo que llegara a conciliar el sueño,
a encontrar entre las sábanas
el seno materno,
o llamar a tu puerta
con la claridad de un
——— «tengo miedo».