Capítulo -3
Tengo que reconocer que para entonces, ya habíamos oído algunos rumores. Hablaban de un tiroteo sobre civiles en el barrio de Pasay, varias violaciones en Malate… pero aún así nos cogió de sorpresa. Creíamos que sólo habían sido barbaridades sueltas.
(Tú contándote mentiras, claro está, como siempre).
Que un grupo de soldados aquí o allá había perdido la cabeza porque estaban perdiendo la guerra. Y creíamos, fíjate si éramos tontos, que no vendrían a Intramuros. Que esa mala temporada pasaría y ya está. Que podríamos seguir con nuestra vida como antes. Ya ves tú qué ingenuos éramos. En sólo un mes, los americanos arruinaron la ciudad, y los japoneses las familias.
(De ambas cosas sólo quedaron ruinas irreconocibles. Como tú y yo, por ejemplo).
Pero Jesucristo nuestro Señor, tenía otro plan para nosotros. Y nos sacó de allí antes de que llegara lo peor.
(Y tanto que lo peor estaba por llegar. En los libros y libros que he leído sobre McArthur e Iwabuchi lo dejan claro. De habernos quedado dentro, estaríamos también muertos).
Era el seis de febrero y nos estaban sirviendo la cena. De pronto, oímos como un trompazo. Un golpe que rompía la puerta de nuestra casa en Basco. En ese momento, cinco o seis soldados entraron ahí, y se plantaron delante de nosotros, apuntándonos con sus fusiles. Nos quedamos de piedra. Todavía puedo ver a Jesús, tu padre, con la cuchara como helada frente a la boca.
Luego nos hicieron gestos para que nos levantáramos. Yo supe que la desgracia había caído sobre nosotros porque miré a los ojos al que tenía más cerca y mi reflejo estaba del revés.
A tu padre le ataron las manos en la espalda
(…como hacían con todos los hombres)
y a tus hermanos Daniel y Julián, aunque no eran más que niños, también. A mí me dejaron las manos libres, para que te llevara en brazos.
Nos sacaron a empujones hasta la plaza. Frente al pórtico de San Agustín estaban ya algunos de nuestros vecinos. En filas de hombres, mujeres y niños. Varios soldados vigilaban que nadie se escapara y otros dos grupos iban sacando al resto al patio.
Pascual, el de Tabacos, intentó avisar a los que seguían en sus casas. “Escondeos” o algo así, gritó. Inmediatamente, uno de esos demonios, porque no eran ni personas, le sacó de la fila, lo puso frente a todos nosotros y le abrió la cabeza de un tiro. Luego nos gritó algo en japonés, y ya nadie dijo nada.
Por la calle General Luna apareció un camión de militares. Recuerdo que tu padre os miró a los tres, uno por uno, y después a mí. ¡Qué hombre era Jesús! ¡Con qué ojos miraba! Y yo se los mantuve a él, con el mismo orgullo.
(Agachó la cabeza y se encontró conmigo. Y lo ví llorar. Lo recuerdo porque yo no sabía ni que los hombres podían. ¿Ves cómo te mientes, loca?).
El camión paró frente a nosotros. Nos empujaron uno por uno para adentro.
Aprovechando un descuido, el hijo de la Cecilia, ¿cómo se llamaba aquel muchacho?, ay… no recuerdo. Bueno, el caso es que el chico se intentó escapar. Echó a correr hacia las callejas de detrás, hacia Urdaneta y por ahí. Un soldado salió a cerrarle el camino. El chaval lo esquivó, pero el pobre, con las manos atadas no tenía mucho equilibrio. Se dio de bruces con el suelo. Un golpazo… Intentó levantarse rápidamente, pero estaba medio grogui, con la cara entera ensangrentada. Y entonces el soldado llegó y le aplastó la cabeza contra el suelo, así, de un pisotón que dolía sólo de verlo. Luego le metió la bayoneta en el costado y lo dejó ahí, sin más, desangrándose.
Como gritaba la Cecilia…
(Es cierto… Y también lo hacía el chico).
Mientras, a los demás nos seguían montando en el camión. Nos apretaban contra el fondo.
(Pedía que lo mataran…)
Y cuando ya no cabía nadie más, nos empujaban más fuerte para meter al resto.
(…y los soldados se reían de él).
En el interior del camión, la gente hablaba en voz baja.
(¿Qué se dirían? No sé si lo recuerdo o lo imagino. Suelo pensar que alguien dijo “¿A dónde nos llevan?” Y tal vez otro respondiera “Van a matarnos”. Y el siguiente negara “¿Por qué dices eso? ¿Qué motivos tienen?” Y de nuevo el primero “Ninguno. Pero si no, ¿a qué viene todo esto?” O quizá concediera un “No ganan nada”. Y todos asintieran “Es verdad, no ganan nada”…)
Al cabo de un rato el camión paró. Nos fueron bajando uno por uno y nos vendaban los ojos al salir.
(Conmigo no tuvieron ese gesto. Quizá ellos también pensaban, como tú, que los niños no entienden. O les daba igual).
Nos colocaron de nuevo en línea.
(Pero esta vez no nos separaron. Yo estaba de pie junto a mi padre. Se llamaba Ángel).
Le pedí piedad a Jesucristo, y protección a María Makiling mientras te abrazaba.
(No. Yo estaba agarrando fuerte su pantalón).
Luego escuchamos unos chasquidos metálicos.
(Y él colocó su pierna entre la ametralladora y yo…)
Y luego un silencio.
(…como si pudiera…)
Te estreché contra mi pecho.
(…protegerme o algo…)
Empezaron a sonar las balas.
(Y los gemidos).
Los cuerpos cayendo.
(Varios impactos sacudieron a mi padre).
Y entre las balas, había una que iba directa a tu cabeza.
(Salpicándome de su sangre).
Pero que me dio aquí, en la mano.
(Caímos los dos juntos a la fosa).
Tirándonos hacia atrás.
(Él ya muerto. Yo inconsciente).
Pero se quedó ahí. Protegiendo tu frágil cabecita de bebé.
(…)