Capítulo -2
De manera que los dos sobrevivimos.
(…joder…)
Pero yo no lo sabía.
(…joder, mamá…)
Al poco los soldados japoneses se asomaron para darnos los tiros de gracia.
(…tengo que esconder la foto…)
Aguanté la respiración mientras ellos repartían disparos aquí y allá, por donde veían movimiento.
Aún así, me volvieron a disparar. Esta vez aquí, en la mandíbula. Y por eso tengo como un alambre atravesado cuando llega el invierno. Así me recuerda Dios Todopoderoso que tuve un marido y que tuve otros hijos.
(…que nos quedamos tú y yo solos como madre e hijo).
En ti, sin embargo, ni se fijaron. María Malaking, que cuida de los niños, distrajo sus ojos para que no te vieran.
(Debía de ser difícil verme. Un niño pequeño, inconsciente entre todos los demás cuerpos…).
Yo estaba perdida y no tenía noción. Pero debían de ser como las siete, así que iba a anochecer. No te puedes acordar, claro,
(¿Claro?).
pero allí en Filipinas, anochece rapidísimo. Mucho más que aquí. En a penas quince minutos, ya es noche cerrada. Así que los japoneses se marcharon en seguida.
De todas maneras yo tenía tanto miedo a que quedase alguno, que seguía quieta quieta. Estuve así mucho rato. No sé decirte ni cuanto. Pero al final, fíjate como son las cosas, lo que me pudo fue la sed. Me levanté porque tenía que beber.
Me solté la venda de los ojos. Pero como si no, porque seguía sin ver nada. Al principio me pregunté si aquello no sería el infierno Kasanaan. Pero no podía ser, porque me dolían un horror la mano y la mandíbula. Y, sobre todo, porque estaba sola.
Sola.
A penas podía entenderlo aún.
Le dije a Dios, le dije “Bathala, ¿por qué no me has llevado a mí también?”
¿Y sabes cómo me respondió?
(…haciéndome llorar).
Haciéndote llorar.
Te oí gimiendo, suavecito, junto a mí.
Te llamé en voz baja, por si acaso había alguien, “¿Jesús? ¿Estás ahí, Jesusito?”
En aquel agujero y tan de noche, yo estaba como ciega. Y, como ciega, te buscaba con la mano.
(Hoy he recordado que, al oírte, me escurrí como pude de bajo el cuerpo de mi padre, y gateé hasta ti).
Hasta que, por fin, encontré tu cabecita.
(Me palpaste con ansia al principio. Luego más despacio. Y al final tu mano cayó muerta unos segundos).
Te reconocí.
(Me agarraste con fuerza).
¡Qué alegría cuando comprendí que estabas vivo! Te cogí en mis brazos.
(“¿Lo ves, Jesús, lo ves? Mamá no ha dejado que te hicieran daño esos hombres malos” me decías una vez tras otra).
Estaba convencida de que iba a perder la mano. Pero me era igual, si con eso te había salvado la vida, cariño.
(Una, dos y…: “Claro que, al mismo tiempo, tú…”)
Claro que, al mismo tiempo, tú salvaste la mía. Si no hubieses estado allí, ten por seguro que me hubiera dejado morir junto a vosotros.
(“…junto a vosotros”. Te lo he oído tantas y tantas y tantas veces. Me pregunto cuántas te lo habrás dicho a ti misma. Cuántas la habrás recreado ese momento en tu memoria).
Pero no sabía qué hacer. Por una parte, quería salir de allí. Escapar como fuera. Por otra parte, ¿a dónde ir? Ni siquiera sabía dónde estaba.
Entonces escuché cantar al Tiktik.
(…que es quien anuncia la llegada del Asuang. Acongojaste mi infancia con sus leyendas).
Estaba aterrada. Si venía, y acabaría viniendo, a comerse los hígados de los muertos, ¿qué podía hacer yo? No tenía ni un miserable diente de ajo.
¿Y sabes qué?
¡Se me apareció el multo de tu padre! Me dijo “Escóndete en aquella esquina, Teresa, y reza cien avemarías. Así estarás a salvo”.
Le di las gracias, sí. Eso fue todo. Pero no le dije que lo quería de puro confundida que estaba. Si seré tonta. Jesús debe andar desde entonces esperando oírlo. Aunque me vea y sepa que rechacé a los demás, se lo tenía que haber dicho… Pobre hombre, también yo…
Pero bueno, lo que te decía. El caso es que me fui hacia la esquina, y despejé un lugar para escondernos. Fue muy horrible apartar aquellos cuerpos, porque eran todos de amigos. No sabía quien era cada cual, pero eran amigos.
(Me pregunto si llegaste a reconocer a tus propios hijos…)
Y me senté contigo.
(…acunándome)
Te abracé con fuerza,
(…casi con rabia)
y empecé a rezar sin parar, sin parar. Me tranquilizó mucho tenerte ahí.
Luego caí en la cuenta de que debías haberte saltado por lo menos dos tomas.
(Te dije que tenía hambre).
Ni me acordaba desde cuando no habías comido, pobrecito.
(Y tu me hiciste un “Sssshhhh… No hables”).
Y te di de mamar.
(Yo me agarré a tu pecho y bebí. Bebí hasta dejarte seca).
Pero yo ya no hacía mucha leche, y tenía demasiada sed. Si no conseguía agua pronto, igual no podía darte más tomas. Así que, como no tenía otra cosa, bebí agua de un charco. Muy poca, pero estaba tan asquerosa que casi vomito.
Después te arrullé hasta dormirte. Pero yo no pude.
Así que me pasé la noche rezando, no cien, yo creo que debieron ser cien mil avemarías.
No se acababa nunca aquella noche…