Todo esto del nosotros y del ellos, sobre todo cuando se juzga qué o qué no debe de provocar la indignación del otro, levanta mucha polvareda.
Porque si nosotros somos la humanidad entera, los grandes simios, occidente o los que me caen bien del pueblo de mis padres la cosa es muy distinta. No es sencillo delimitar claramente quienes somos ése nosotros.
Jared Diamond habla de una clasificación de las sociedades humanas, basada en ciertos criterios de antropología, no sin antes prevenir de que cualquier «continuum evolutivo o de desarrollo está (…) condenado a la imperfección«. Sin embargo sí que le parece útil para explicar unas cuantas características de la estructura de las comunidades humanas.
Básicamente, las divide en cuatro grupos, de menor a mayor complejidad en base a sus miembros, formas de gobierno, religión, economía y sociedad. Estos grupos son:
- Hordas: Grupos familiares, nómadas, sin verdadera especialización en nada y de miembros -en muchos sentidos- similares entre sí.
- Tribus: Grupos multifamiliares, agrupados en clanes, sedentarios y con ciertos niveles básicos de especialización en tareas y rangos, pero sin obligaciones ni impuestos.
- Jefaturas: Grupos organizados de miles de individuos, sedentarios, estratificados, con tributos redistributivos. Por primera vez, los grupos son tan grandes que no todos los miembros se conocen entre sí, por lo que, con su aparición hace 7.500 años «la gente tuvo que aprender, por primera vez en la historia, cómo encontrarse con extraños habitualmente sin intentar matarlos«. Es decir, el «nosotros» empezaba a desdibujarse.
- Estados: Grupos de más de varias decenas de miles de individuos, fuertemente estructurados y organizados, a menudo multilingües y multiétnicos.
Dejo el capítulo entero a quien quiera profundizar, pero está bastante bien resumido en esta tabla:
En los dos casos más complejos, Diamond explica comenta que los gobiernos (las cleptocracias) siempre han utilizado cuatro estrategias para mantener la convivencia entre la «élite» y el apoyo popular:
- Desarmar al pueblo y armar a la élite.
- Hacer felices a las masas mediante redistribución de gran parte de los tributos recibidos, de maneras populares.
- Utilizar el monopolio de la fuerza para promover la felicidad, manteniendo el orden público y reprimiendo la violencia.
- Construir una ideología o religión que justifiquen la cleptocracia. (Sí, nos ha salido rojo el Diamond ;) ).
Añade lo siguiente:
«Además de justificar la transferencia de riqueza a los cleptócratas, la religión institucionalizada reporta otros dos importantes beneficios a las sociedades centralizadas. En primer lugar, la ideología o religión compartida ayuda a resolver el problema de cómo han de vivir juntos los individuos no emparentados sin matarse unos a otros: proporcionándoles un vínculo no basado en el parentesco. En segundo lugar, da a la gente una motivación, distinta del interés genético, para sacrificar su vida en nombre de otros. A costa de algunos miembros de la sociedad que mueren en la batalla en su condición de soldados, la sociedad en su conjunto se hace mucho más eficaz para conquistar otras sociedades o resistir a los ataques.
(…)
La segunda disposición está programada de manera tan fuerte en los ciudadanos de los estados modernos, a través de nuestras escuelas, iglesias y gobiernos, que olvidamos que la misma supone una ruptura radical con la historia humana anterior. Todos los estados tienen una consigna que insta a sus ciudadanos a estar dispuestos a morir si es necesario por el Estado: «Por el Rey y el país», dicen los británicos; y «Por Dios y España» supieron decir los españoles. Sentimientos semejantes motivaban a los guerreros aztecas del siglo XVI: «No hay nada como morir en la guerra, nada como la muerte florida tan preciosa para Él [el dios nacional azteca Huitzilopochtli], que da la vida: desde lejos lo veo, mi corazón lo ansia».
Naturalmente, lo que hace de los fanáticos patriotas y religiosos unos enemigos tan peligrosos no es la muerte de los fanáticos mismos, sino su disposición a aceptar la muerte de una parte de su población a fin de aniquilar o aplastar al enemigo infiel. El fanatismo en la guerra, del tipo que impulsó a las conquistas cristianas e islámicas que conocemos por la historia, fue probablemente desconocido en la Tierra hasta el surgimiento de las jefaturas y sobre todo de los estados en los últimos 6000 años.»
De manera que la capacidad de integrar un nosotros cada vez más amplio -a menudo apoyado en las religiones*- nos permitió, por una parte, aprender a convivir mejor entre los miembros de nuestro grupo y, por otra, a matar mejor a «los otros», que quedaban fuera.
Sin embargo, hoy podemos estar ya hablando del siguiente paso. La aceptación mayoritaria, como nueva religión laica, de determinados fundamentos recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos; potenciada por fenómenos como el turismo de masas, las tecnologías de comunicación o la tan denostada «globalización» cultural y económica nos está haciendo estirar el concepto de «nosotros» bastante más allá.
Me traigo de nuevo a Steven Pinker, que siempre aporta algo, cuando habla de este tema en La Tabla Rasa y dice:
«El filósofo Peter Singer ha demostrado que el progreso moral continuo puede surgir de un sentido moral fijo. Supongamos que estamos dotados de una conciencia que trata a las demás personas como objetos de compasión y nos inhibe de dañarlas o explotarlas. Supongamos también que disponemos de un mecanismo para evaluar si un ser vivo se puede clasificar como persona. (Al fin y al cabo, no queremos clasificar a las plantas como personas y morirnos de hambre antes que comérnoslas.) Singer explica la mejora moral en el título de su libro: The Expanding Circle [El círculo que se expande]. Las personas han extendido sistemáticamente la línea de puntos mental que abarca las entidades que se consideran dignas de consideración moral. El círculo se ha extendido de la familia y el pueblo al clan, la tribu, la nación, la raza, y más recientemente (como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos) a toda la humanidad. Se ha dilatado para pasar de encerrar a la realeza, la aristocracia y los propietarios a encerrar a todos los hombres. Ha pasado de incluir sólo a los hombres a incluir a las mujeres, los niños y los recién nacidos. Se ha ensanchado para abarcar a los delincuentes, los prisioneros de guerra, los civiles enemigos y los discapacitados mentales.
Tampoco se han agotado las posibilidades de progreso moral. Hoy algunos quieren ampliar el círculo para abarcar a los grandes simios, las criaturas de sangre caliente o los animales con sistemas nerviosos centrales. Otros quieren incluir los zigotos, los blastocistos, los fetos y los muertos cerebrales. Y aun otros quieren abarcar las especies, los ecosistemas o todo el planeta».
De manera que, para la mayoría de la ciudadanía biempensante de los países desarrollados, está bastante claro que, por lo menos, todos los seres humanos de la tierra, todas las vidas, deberían pesar lo mismo. Es decir, que una muerte aquí o allá deberían tener el mismo valor intrínseco.
Sin embargo, la intuición me dice que el sentimiento del «nosotros» ejerce un efecto tanto más intenso cuanto más restrictivo es el círculo. No estoy hablando de valor real, sino de cómo lo sentimos. Y que como en otros fenómenos de la percepción humana, habrá una relación entre la intensidad del estímulo y el cómo nos afecta en una proporción más o menos logarítmica. No se me asuste nadie, un dibujito -nada riguroso- para explicar la idea básica :
Supongamos que estamos le damos una importancia de 0 a 10 a un evento concreto. Y supongamos, por simplificar, que reducimos nuestra pertenencia a ese «nosotros» según una única característica, -que es la distancia- y la medimos en metros De manera que el fenómeno sería más o menos así:
- Aquello que ocurre a menos de 1 metro -es decir, a nosotros mismos- nos afecta de lleno (importancia 10).
- Aquello que le ocurre a nuestro núcleo más cercano (menos de 10m), nos afecta muchísimo (importancia casi 9**)
- Aquello que le ocurre a nuestros vecinos (menos de 100m) nos afecta mucho, pero algo menos (importancia 7’5).
- Así sucesivamente, nos va importando gradualmente menos conforme el evento le ocurra a alguien de nuestro barrio (D=1km, I=6’25)
- De nuestra ciudad (D=10km, I=5)
- De nuestra región (D=100km, I=3’75)
- De nuestro país (D=1.000km, I=2’5)
- De nuestro continente (D=10.000km, I=1’25)
- Del planeta tierra (D=100.000km, I=0)
Por supuesto, lo ideal sería extender el concepto de distancia a algo tanto físico como emocional. Ya que, a menudo, nos sentimos más vinculados a personas o comunidades más lejanas que a aquellas que nos rodean por diferentes criterios de pertenencia, identificación o cercanía. Marcos mentales, al fin y al cabo, que pueden tener todo de subjetivo. Que muera gente perteneciente a nuestra orientación sexual minoritaria, que estaba en el concierto de un grupo que nos gusta, o incluso la postura en la que yace un niño que duerme como el nuestro. La diversidad de motivos es inmensa, ya que todo lo que nos resulta identitario puede provocarnos una mayor empatía con esas personas o comunidades. Nos acerca a su realidad.
Por lo tanto, no es extraño que, por muy integradas que tengamos las ideologías de igualdad de los seres humanos, no todo nos afecte igual. Evidentemente, la cantidad de información que den los medios, la riqueza que aporten -no tanto ya en datos sino en narrativas humanas- a esas historias, también nos influirá. Pero creo que es honrado reconocer que no podemos tener la sensibilidad perfectamente ecualizada para todas las tragedias.
Entiendo que en un entorno tan globalizado, en la que el «nosotros» se ha hecho elástico muy por encima de lo que era necesario en nuestras tribus la cantidad de causas con las que solidarizarse, de dramas con los que sentirse impactado, supera con mucho nuestra capacidad de empatía desarrollada de forma evolutiva para un entorno cercano. Si realmente fuéramos conscientes de todos los dramas de la humanidad, o de los seres sintientes, no podríamos procesar tanto duelo. Aunque culturalmente todavía lo estemos aprendiendo, dudo que llegue el día en el que realmente experimentemos todas las tragedias con el mismo nivel de intensidad.
Escoger unas causas justas e implicarse de verdad en ellas es enriquecedor para todo el mundo. Y exigir responsabilidades a quienes las tienen pero no las asumen, también. Pero reconocer que no lo sentimos todo igual -algo que, probablemente no fuera positivo, ya que un exceso de dolor puede resultar paralizante- no es algo de lo que avergonzarse. Somos así. Nuestros cerebros –esas mascotas– nos piden de comer, disfrutar y seguir con nuestras vidas.
No veo que haya que acusar de hipócrita a nadie por eso.
Al fin y al cabo, ¿quién está siendo más honesto respecto a lo que siente?
*************
* El otro día leí un texto de Reza Aslan (NYT) que venía a decir que ninguna religión es «de paz» o «de guerra» por sí misma, sino que cada religión está en un contexto y que cada comunidad o incluso cada persona, puede encontrar en cada religión la justificación necesaria para cualquiera de sus actos. Y creo que tiene bastante razón…
** Habrá quien diga que le afecta incluso más que lo que le ocurre en primera persona. Tanto da. Puede ser un «nosotros» que se confunde con el yo en las distancias cortas.
Lúcida y cuidada entrada. Gracias por la reflexión.
Gracias!
Me ha encantado, gracias!
Siempre he sentido que en mi cerebro hay un «cuarto oscuro», es allí donde mando todo el dolor, mi dolor; por mi entorno cercano y el lejano, el dolor de vivir si se tiene un mínimo de sensibilidad.
Ese «cuarto oscuro» siempre permanece cerrado, hay que saber que existe (en caso contrario sería insensibilidad) pero no se le puede abrir la puerta, como dijo Hernandez, la pena tizna cuando estalla…No, no somos hipócritas con nuestro dolor «selectivo», es que no hay cuerpo que aguante un dolor universal.
Y todo esto…de andar por casa, ya sabes, filosofía de zapatillas ;))
¡Me alegro Elsa!
Aprender a gestionar emociones como esas sin duda es trabajo para toda una vida. Ser consciente de que existe. Saber cómo y cuándo compartirlo. Apreciarlo, sin desarrollar un vicio… Es algo complejo. Un desafío de la talla de uno mismo.
Hasta cuando se va en zapatillas. ;)