«El acto reprobable de un enajenado» decían los grandes medios. Eso debía ser Gerardo Rosales, el ex-agente de seguros que, armado únicamente con una escopeta de caza, atravesó el pecho de Carlos Fabra, Presidente de Castellón, causándole múltiples heridas de las que murió horas más tarde.
«O un hombre desesperado sin nada que perder» replicaba en las redes sociales esa gente-de-la-calle con su peligrosa empatía. La crisis económica lo había dejado sin trabajo hacía casi diez años. Desahuciado y sin familia, las posibilidades de desarrollar adicciones o patologías mentales aumentan exponencialmente. Él tenía las papeletas y le tocó.
Pero no se trataba de un caso aislado.
El estado de ánimo de la población era de ira, frustración, desvinculación absoluta con la élite política y financiera. Hacía tiempo que el clima de crispación se palpaba en los foros públicos no organizados, desde internet a los bares. «Los que mandan» habían pasado de ser representantes a enemigos. Los gobernantes se sentían seguros. Pero sus asesores y técnicos se preguntaban si esa voluntad de violencia no estuviera, tal vez, alcanzando umbrales críticos. Capaces de producir desequilibrios severas en forma de revueltas ciudadanas.
La pregunta, sin embargo, era otra.
La pregunta era: ¿cuánta personas individuales, impredecibles y sin nada que perder había ahí fuera? ¿Cuántos individuos no-organizados son capaces de perpetrar un magnicidio? Y no tardaron en conocer la respuesta.
A las tres semanas del primer atentado un cóctel molotov entraba por la ventanilla del coche de Emilio Botín causándole quemaduras de tercer grado. Desde su silla de ruedas, el señor Botín se dedicó a invertir cuanto dinero fuese necesario en atrapar y hacer pagar de por vida a su agresor, Francisco Iraizoz. Desafortunadamente para el banquero, éste se suicidó a las pocas semanas condenándolo a una frustración irreparable. Sus más allegados se reconocían, en privado, que su caso había derivado hacia algo patológico.
En ese tiempo, un grupo no-identificado, no-organizado, no-armado llamado Capitonymous publicó en internet su «Manual Para Magnicidas Espontáneos«. A las pocas horas ya había sido descargado millones de veces haciendo virtualmente imposible la identificación entre «potenciales terroristas» y simples curiosos. Su primera recomendación era una declaración de intenciones: «Si lo vas a hacer, sólo tú has de saberlo«. Sus breves páginas estaban cargadas de frases contundentes «Lleva una vida cotidiana lo más normal que sea posible y que parezca valiosa. Tu sacrificio será renunciar a ella cuando llegue el día«. «No busques nada en Internet. Analiza los lugares de reunión, vivienda, ocio o recorridos de tu objetivo por ti mismo«. «Céntrate en tu objetivo, no en la huída«. «Asume que tu acción será castigada. ¿Estás preparado para ser nuestro mártir?«.
Plataformas como «Democracia Real Ya» y «No les votes» se desvincularon inmediatamente tanto de Capytonimous como de los agresores y publicaron en un comunicado su «firme condena» a estos actos. Sin embargo, algunos de sus miembros y de la sociedad en general, seguían creyendo que aquella era una vía de protesta que merecía la pena explotar.
Y entonces comenzó el efecto contagio. Los intentos en mayor o menor medida exitosos contra Rato,Urdangarín, Méndez, Blanco o Alierta, entre otros muchos cargos autonómicos, se sucedieron. Líderes particularmente culpabilizados socialmente tanto en Grecia como en Italia sufrieron otras consecuencias. El riesgo de una pandemia magnicida alertó a los principales organismos internacionales. Las Naciones Unidas creó una Comisión de Investigación para el desarrollo de una Guía de Recomendaciones de Seguridad para Representantes de la Sociedad de los Estados Miembros que vió la luz a los tres años.
Mucho más ágiles, las asociaciones de prensa mayoritarias decidieron -casi por unanimidad- no cubrir estos incidentes. Un «pacto de silencio» con intención de evitar dar a los magnicidas lo que reclamaban: impacto mediático. Aunque se acuñó el término de «violencia antidemocrática» para referirse al fenómeno.
Tras los primeros magnicidios exitosos, los servicios de seguridad se habían extremado en las esferas más altas. Los actos públicos se redujeron a mínimos y los cargos vivían cada vez más en sus ghettos de lujo. La desconfianza que tenían en el pueblo al que juraban servir era extrema. Todo ello, por supuesto, no evitó que se siguieran sucediendo ataques esporádicos de los que, la mayoría, salieron relativamente bien parados. Sin embargo, los guardaespaldas de Camps y Chacón -Carlos Morén y Álvaro Piñares, respectivamente- no tuvieron tanta suerte.
Con el paso de los meses, llegó un momento en el que los únicos ataques exitosos se llevaban a cabo contra alcaldes de pueblos de quinientos habitantes. Para entonces, la sensación mayoritaria era que las cosas habían llegado demasiado lejos. Intelectuales que jamás apoyaron públicamente el Fenómeno Magnicida se tornaron aún más pesimistas.
Ignacio Escolar llamó la atención sobre el hecho de que «Desde que comenzó el fenómeno, la libertad de prensa se ha visto amenazada por la propia autocensura. ¿Qué periodista mínimamente consciente se atreve ahora a publicar presuntas irregularidades o delitos de corrupción si con ello puede estar condenando a muerte a un imputado? ¿Qué profesional honesto puede cargar con esa responsabilidad? El clima de violencia ha inhibido mecanismos fundamentales de control social como la libertad de prensa. La ha hecho inoperante. Lo único que se ha conseguido es que unos pocos se conviertan en víctimas y, para todos los demás, haya menos democracia«.
Un bloguero poco relevante, por su parte, escribió «Tal vez creyeron que esta iba a ser la nueva revolución «à la française». Una actualizada guerra entre clases. Algo así como los conflictos recientes en Oriente Medio, donde la superioridad tecnológica y de recursos de Estados Unidos se ve incapaz de luchar contra un enemigo ubicuo, pervasivo y suicida. Pero nunca pudo ser así. No se daban las condiciones. Durante la revolución francesa, las cabezas que había que cortar eran visibles, claras, pegadas al cuerpo de individuos concretos que eran el sistema. Hace tiempo que ya no es así. El poder ya no está en las personas. ¿Alguien puede guillotinar a Goldman Sachs? No. Goldman Sachs es una Hidra. Y Perseo no está, ni se le espera«.
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NOTAS:
1) Las referencias a personas físicas reales son un simple recurso literario para dar consistencia al texto. Al fin y al cabo este texto está ambientado en un futuro cercano. Porque…
2) Si alguien considera que con este relato se incita a cualquier tipo de violencia, le recomiendo que aprenda a leer.
«Nadie está dispuesto a colaborar con un todo del que no se siente parte.»
Y hay veces que del «no colaborar» se pasa al sabotaje. A cualquier precio…
Ha habido un momento en que he estado disfrutando como un loco. Luego me he dado cuenta de que el sistema siempre crea resortes para parar una revolución. ¡Mierda!
Hemos aprendido a crear estructuras casi independientes de los seres humanos que las conforman. Establecido un juego de precisas reglas matemáticas en términos de «ganancias» y «pérdidas». Y no queda otro remedio que jugar.
Me recuerda a un chiste que contaba el padre de un colega en los 70:
– ¿Y en qué consiste eso de la democracia?
– Pues en que cada uno puede hacer lo que quiera.
– ¿Y si no quiere?
– Pues le obligarán.
De todas formas, encontraremos al Heracles de la solidaridad y la unidad para vencer a la hidra financiera. Pronto va a ser cuestión de supervivencia, así que no nos queda otra: o hoces para el Heracles colectivo o la hecatombe. Muy difícil, pero necesario. Prefiero ser realista-optimista: quiero creer y creo que podemos.
Me alegro de que lo veas así, Javier. Sin duda, si la solución existe, pasa necesariamente por la educación, la responsabilidad, la solidaridad y todo lo que hace grandes a los monicos que somos.
El relato, a fin de cuentas, está inacabado…
Siempre he pensado que las revoluciones, cualquiera que sea su ideología o su propósito, sólo se diferencian unas de otras en el número de víctimas que dejan detrás. El resultado siempre es el mismo: quítate tú que me pongo yo. Pero siempre ha sido una cirugía superficial.
Las revoluciones americanas hicieron pensar a los hombres de a pie que un nuevo orden comenzaba; más de doscientos años después, son conscientes de que lo único que cambió fue la forma de opresión. Al perro le cambiaron el collar. La Revolución Francesa cortó cabezas pegadas a cuerpos concretos, es cierto; pero éstos no eran más que vicarios de la Hidra, no era la esencia de ella. La retirada de las tropas napoleónicas de España no trajo mejor ni peor vida a los españoles, que todavía tuvieron que experimentar las revoluciones del siglo XIX y la que montó Franco, para seguir en el mismo sitio. Por supuesto que en todos esos casos se consiguieron movimientos (avances o retrocesos), pero éstos no dejan de ser epidérmicos: hoy, como ayer, el hombre sigue sufriendo la misma presión: desde el principio de las civilizaciones, nadie ha podido nunca acabar con la Hidra.
La que hoy nos domina no es diferente de la que en el pasado dominó a las sociedades de nuestros ancestros, y en mi opinión, seguirá perdurando.
Se me olvidó escribir mi nombre en el comentario… :-)
Te agradezco mucho el comentario, Ricardo. Pero la verdad es que en esto estoy bastante en desacuerdo contigo. :)
La Ilustración, culminada en la Revolución Francesa y las Revoluciones americanas, trajo consigo un cambio _extraordinario_ de paradigma, de cultura y de visión del mundo. La evolución de mentalidad en lo que se refiere a dejar de ser un «vasallo» a ser un «ciudadano», el conferir dignidad y, al menos, pretensión de libertad _a_cada_ser_humano_ es algo que nunca se había visto en la historia de Occidente (tal vez, con infinitos matices, en la antigua Grecia). Fue entonces cuando se escribieron los primeros «borradores» de lo que hoy se asume como «moral universal» (desbancando a las religiones por su aceptación), que no es otra cosa que «La Declaración de los Derechos Humanos». De hecho, los Estados Nación formados por ciudadanos también viene de entonces, aunque nos quieran hacer pensar lo contrario los constructores de mitos fundacionales de países. Al zaherido siervo ruso del siglo XVI le daba lo mismo si mandaba un rey u otro, él se sentía mera mercancía, posesión de unos señores, ni siquiera concebía la libertad. Me parece uno de los cambios más radicales de la historia de la humanidad.
Que después la pasta y el poder se lo sigan repartiendo entre unos pocos… Es innegable. Lo admito. Pero no se puede obviar que todas nuestras luchas, más aún, todas nuestras derrotas, sólo tienen sentido dentro de ese «marco conceptual» que, siglos antes, NI SIQUIERA EXISTÍA.
Yo, la verdad, me quito el sombrero. ;)