Apenas comenzaba el otoño de su vida cuando sus brazos debieron de cargar con el cuerpo mudo de su única hija. La fiebre negra, otra vez más. Quien en otro tiempo hubiera sido apuesto, noble y bienaventurado, se enfrentó al rostro definitivo de la frustración y la rabia.
También sería legítimo llamarlo locura.
Se hace fácil entender, por tanto, qué le llevo a aceptar el trato que la criatura -no apresada en dimensiones- le propuso al presentarse de noche en su alcoba. Renunciar a su humanidad a cambio de la vida eterna era un negocio irrechazable. Si esperar -con resignación o miedo, tanto da- la extinción de la llama en la mirada es el destino de cuanto ha nacido, mejor se estará en la no-muerte, dijo. Y así selló su destino.
Durante el primer segundo todo fue éxtasis. Protegido de la luz y las convenciones de la razón, fue libre de perpetrar toda clase de crímenes con los que saciar un hambre más digna de ser llamada lujuria.
Bajo sus pies giraron los mil engranajes de los ciclos. Los días y los inviernos, el auge de los reinos y las caídas de las civilizaciones. Tic-tac, tic-tac, tic-tac. El frenesí de cuanto es humano rodó en lo que dura un minuto de crueldad.
Luego, la vida, siguió abriéndose camino a través de sus mil formas cambiantes. Como gelatina vibrante, todas las especies aún en competencia prosiguieron su danza de la supervivencia. Le costó mucho llegar a escucharla, pero la música, más lejana y profunda, seguía siendo la misma. Y la llamó Replicación.
Mientras que él era único.
Para cuando su reloj marcó la hora, ya había sobrevivido a la estrella que temiera. Con ello, perdió su hogar natal.
Por el espacio profundo, los vacíos interestelares y las inconcebibles acumulaciones de esa nada que crece -alejando las galaxias entre sí- vagó.
Y vagó y vagó.
Durante años.
Qué lejos quedaba ya aquel primer segundo.
A duras penas entendió que la luz de los astros que llegaba hasta sus ojos hablaba de otros tiempos. Nunca del suyo.
Durante el resto de varias vidas, habitó un universo ciego, horadado por incontables clústeres de galaxias de agujeros negros que se devoraban entre sí. Pero el tiempo también erosionó aquellas definitivas y colosales estructuras. Alcanzó a entender que se desvanecían a ritmo subatómico, partícula a partícula, con la cadencia infinitesimal de la cuasi-eternidad.
Para cuando el último de ellos hubo muerto, sumergido ya para siempre en la inmensidad de lo absolutamente inerte, sin capacidad de interactuar con materia ni energía ninguna, acogió la muerte del tiempo.
Solo entonces se preguntó si la criatura no le engañó desde el principio. Y si la muerte, acaso, no habría sido siempre aquello.
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Jo qué bueno!!
Asias! :)