El libro no lo leí yo, lo llevaba en la mochila la compañera de laboratorio y se notaba que lo estaba disfrutando muchísimo. Me enseñó su último hallazgo, un párrafo del que recuerdo solo una frase: «El buen escritor miente, pero nunca engaña».
Algo me debió significar la frase, porque fue cogiendo fuerza con el tiempo en mi discurso, en mi forma de entender todo esto de escribir. Porque hoy, años después, cuando ni siquiera google me ayuda a atribuir la frase a su legítimo dueño, sigue viniéndome mucho a la cabeza.
Mentir y engañar, según la RAE, tienen cada una varias acepciones, algunas con sentidos bastante parecidos. Así que puede que la frase original no fuera del todo acertada. Pero, tal y como la entiendo, lo que quiere decir es que el buen escritor, no diciendo la verdad -bien porque imagine, invente, o ficcione- es capaz de transmitir una realidad de fondo. Es honesto. No quiere engañar, no quiere «inducir a alguien a tener por cierto lo que no lo es«.
A la mala escritura -me niego a llamar a alguien «mal escritor», prefiero quedarme con el acto que con la persona- a menudo se la reconoce por intentar proyectar una imagen. Convencer al mundo de lo elevado de unos sentimientos, de una profunda desesperación existencial, de blancos o negros sin matices. La mala escritura tiene que servirse de imposturas porque escribe para obtener algo. Y por eso la que es «comprometida» me resulta casi siempre decepcionante. Incluso cuando comulgo con sus ideas, siento rechazo por el método, por el adoctrinamiento, por la seducción y la parcialidad.
Por eso la peor de las escrituras suele parecerme la del mundo del marketing y del comercio. Porque su naturaleza sería exactamente la opuesta a la del buen escritor: «El escritor comercial engaña, pero nunca miente«. No puede faltar a la verdad, porque entonces sus potenciales clientes pueden enfadarse y mucho. Perder la confianza. Emprender acciones legales. Sin embargo se pretende, mediante verdades selectivas, hacer que el interlocutor se forme ideas por su cuenta. Llevarle a pensar, pero sin decirle. «Ah, ¿de verdad? ¿entendió usted eso? Pero si yo nunca dije… Mire, mire… aquí está escrito. Vaya… veremos cómo podemos solucionarlo. Tal vez adquiriendo además…«
y tanto…
Excelente artículo, Luis. Efectivamente los conceptos de engañar y mentir parecen cuando menos colindantes, pero existen matices que, quizá subjetivos, los separan. Parecería que hay que ser muy tonto para creerse una mentira, y que las probabilidades de caer en un engaño son altas, sin embargo.
Urdir un engaño es más sibilino, precisa de astucia y de un trasfondo de mala intención. Por eso los niños al principio sólo saben mentir (¿Te lavaste las manos? ..Sí papá); cuando crecen se vuelven taimados (¿Te lavaste las manos?… Sí papá, ayer en casa del vecino).
Con la mentira no se vende, porque si te pillan se acabó el juego. El engaño siempre te permite una salida, una puerta de atrás (el asterisco de los anuncios, el dije digo cuando digo Diego de la política). A un consumidor, a un votante, se les puede engañar, nunca se les debe mentir, a riesgo de que se acabe el juego.