Un día, hace años, te cuentan una historia que no consigues sacarte de la cabeza. Una «bomba de neutrones» que dijo aquel.
Tienes tiempo, y decides probarte. Decides que quieres saber hasta dónde llegas como escritor.
Pones toda la carne en el asador. Dedicas enfermizamente tus horas de vigilia a un proyecto y su resultado es… un relato desigual. Recibes alabanzas y críticas, muy intensas, a partes iguales. Sabes que todos tienen razón. Que hay cosas que funcionan y otras que no.
Pasan los años.
- «Madre e hijo» de Gebre Kristos, 1966, Etiopía
Te interesa la escritura teatral, y haces lo posible por aprender de distintos maestros de dramaturgia. Te fijas mucho cuando vas al teatro. Comienzas a ser capaz de utilizar otros lenguajes, otros códigos.
Y, un buen día, decides aplicarlo todo a aquel relato.
Entonces resulta que muchas cosas que en su momento no lo hacían, comienzan a funcionar. Los recursos escénicos te permiten ciertas sutilezas, idas y venidas que, como relato, no habías sido capaz de dejar claras. Acabas introduciendo personajes y escenas. Repeticiones y desórdenes. Luces de colores. Ambigüedades. Efectos de sonido. Variables anómalas.
Estás seguro de que el resultado es indiscutiblemente superior.
Por fin, presentas:
Una historia sobre cómo cambia nuestra vida cuando nos la narramos.
Voy a por ella