Mount Olympus 4.- Mi experiencia

Quizá los puristas se lleven las manos a la cabeza cuando lean esto. Pero nosotros, no aceptamos del todo la propuesta. De las 24 horas, apenas vimos algo más de doce. De madrugada nos fuimos a dormir y, por la mañana, a desayunar «la mejor tosta de jamón con tomate de Sevilla» al solete y en estupenda compañía.

Visto ahora, no estoy seguro de si me arrepiento de no haber aceptado el órdago. Por una parte, me hubiera gustado ver aún más. Por otra, para mí no se convirtió en la emboscada que Fabre nos tenía preparada. Todo lo que vi fue, de una manera u otra, asimilado y apreciado. No se puede decir que todo fuera placentero. No es lo que busca Troubleyn con este montaje. Y, quizá, en ese sentido, mi experiencia fue demasiado disfrutona. (En fin, supongo que es un rasgo de carácter). Porque hay demasiados momentos en los que lo que buscan es llevarte al límite. Que tengas ganas de gritar y pedir que, por favor, acaben ya con eso.

Es curioso, sin embargo, que en todo momento, la obra funciona. A mí me habían enseñado que lo que nunca puede hacerse en el teatro es “aburrir”. Ver a un hombre semidesnudo extender una sábana doblada con la boca durante 10 minutos aparentemente es traicionar este principio. Sin embargo, en todo momento estás observando cambios, -progresividad, que diría el maestro- que te incita a aguantar, a ver qué pasa después. Y casi nunca decepciona ese después.

Por cierto, hay tres momentos, «los sueños», que duran 50, 100 y 35 minutos cada uno. Están planificados para que el espectador y los actores puedan darse un pequeño respiro. Estos últimos, se tumban a descansar en escena. Pero siempre, en todo momento, alguien queda de pie. Bailando suavente o haciendo algo. No está permitido parar. Ni siquiera a los camareros del teatro central de sevilla. Todo el tiempo estuvo la cafetería abierta. Una bendición.

Me llevo un montón de momentos teatrales especiales. De situaciones que nunca había visto en una escena y que a partir de ahora atesoro. Por motivos que explico al final, he decidido que prefiero contar bien una que pasar de puntillas por cincuenta escenas:

Una quincena de hombres y mujeres, vestidos de túnicas y con unas cadenas en la manos entran en escena cuando -y esto es importante- apenas ha pasado una hora desde el comienzo. En el centro está Eteocles* (eso lo he sabido leyendo luego, en realidad, así que no importará para tanto, digo yo). Comienzan a saltar a la comba. Saltan un rato. ¿Cien saltos?, de forma totalmente sincronizada. Entonces paran y, mientras hacen  oscilar sus cadenas, Eteocles arranca canción de trote militar, él pregunta “¿Cuál es la dolor que mas duele?” y el resto, como una sola voz, responde “La herida de la espada o las palabras del fantasma”. Vuelven a saltar, cien más. Eteocles ahora dice “¿Cuál es la vergüenza que no puedes negar?“ y el resto responden “Las piernas de tu madre en el ojo de tu padre“. Cien nuevos saltos. Eteocles dispara preguntas “¿Cuál es el miedo que reina en la noche?», «¿Cuál es el mostruo que devora el día?…  y los soldados van respondiendo como pueden. Pasan los minutos. Algunos de los actores-bailarines- atletas empiezan a verse cansados. Rojos, sudorosos. De hecho, uno se tropieza y pierde el paso. Destacan, por intactos, el líder y una muchacha morena del fondo, a la que la gravedad parece no afectarle. Eteocles vuelve al primer verso. Y otros cien saltos.  Segundo verso. Cien saltos. Otro de los bailarines se tropieza y trastabilla para intentar recuperar luego, sufriendo, el ritmo. Y vuelta a repetir. Llevan ya más de diez minutos saltando. De vez en cuando, una de las chicas grita. La mayoría, con esfuerzo, sigue saltando y repitiendo las canciones. Es una letanía que debería terminar en cualquier momento. Vamos, Fabre, que ya lo hemos entendido. Pero siguen. Y ya son la mayoría los que han perdido el ritmo en un momento u otro. Incluso el mismo Eteocles pierde la cuenta de los saltos que lleva, sin perder el paso, y grita “¡Cuenta!”. Un soldado del fondo responde sin dejar de saltar “Treinta y tres, treinta y cuatro, treinta y cinco…”. Al llegar a cincuenta, versos. Y saltos, y versos. Me revuelvo en mi asiento. ¿Cuánto tiempo más les van a tener así, por dios? Esto acaba de empezar, a esos pobres les quedan 23 horas de representación por delante. Pero continúan y ya llevan quince minutos saltando y rimando. ¿O veinte ya? Todos los soldados han tropezado ya alguna vez, algunos tienen problemas para seguir de pie. Sólo Eteocles y la chica del fondo siguen fuertes. Ya no tanto. Otra de las chicas, Stella, chilla cada vez con más frecuencia hasta que enfurecida y frustrada tira las cadenas al suelo y se sienta. El resto continúa. Y continúa con versos y saltos. Por fin, ¡paran! Todos se sientan y dos mujeres les llevan unos polos que chuperretean de forma muy sonora, durante un par de minutos. Pero entonces Eteocles se levanta. Todos le siguen. Y vuelven a los saltos y a los versos. “¿Qué es ese sonido delicioso que escucho?“, «Es la sangre bombeando en tu oído interno». Me entran ganas de pedir a gritos que interrumpan-ya-esa-tortura-por-el-amor-de-dios… Pero, minutos después, ahí siguen. Prácticamente todos los soldados han perdido el paso o tropezado. Incluso la muchacha ingrávida del fondo está sufriendo visiblemente. Todos menos Eteocles, que ahora ya ni se detiene para cantar. Recita y grita con una voz que termina siempre arriba, siempre en anticadencia, sin permitir un respiro de nadie. Uno de los soldados abandona la escena. Poco a poco empiezan a seguirle otros. Pero siguen pasando minutos, cientos de saltos más, plagados de gritos de Eteocles hasta que ya sólo quedan él y la chica morena. Esa pareja de insensatos parece saltar cada vez más rápido y gritar más fuerte. “¿Cuál es la vergüenza que no puedes negar?”. Se mantienen solos unos minutos más. ¿Cuánto ha podido pasar ya? ¿Media hora? Contar minutos no hace justicia a las sensaciones que esas criaturas me están provocando. La chica, al fin, claudica. Simplemente para y se va. Sin estridencias. Pero Eteocles sigue. Salta y grita y él solo se responde, sin bajar el ritmo y acabando arriba. En algún un momento, alguien del público le da la réplica. En la siguiente letanía, ya estamos todos gritando con él. “Sólo el ritmo de la lucha me es sagrado” chilla Eteocles “Ojo por ojo es la historia de mi vida” respondemos todos. Finalmente, tira las cadenas, mira al público y nos grita: “Ha llegado el momento de que todos vosotros os pongáis en pie y defendáis lo que es nuestro”. Es el comienzo de un monólogo, de una arenga militar, que no es posible que dejara a nadie indiferente.

Podría contar muchas historias como esta y también muy diferentes. ¿Pero qué sentido tendría? Acostarse agotado a las dos de la mañana, dormir seis horas y al despertarte pensar “ahí deben seguir esos, no han parado aún”, es algo que da escalofríos.

Volver a mediodía. Entregarse más de seis horas y, a las siete de la tarde, ver como los actores, absolutamente destrozados, sean capaces de terminar así de arriba…

No me negaréis que es como para entregarles los veinticinco minutos de aplausos que les dimos. «Give me all the love you’ve got«, habían repetido hasta la extenuación poco antes.

Tras la mesa de luces, está uno de los pocos que no ha descansado en las 24 horas: Jan Fabre. Sonríe.

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Resto de la serie sobre este tema:

1.- Leve introducción al caos
2.- Jan Fabre y su propuesta
3.- Los recursos
4.- Mi experiencia
5.- I just gave you a little bit of madness
6.- Otros materiales y pruebas