Yo sé que esperas, tardígrado.

Te lo puedes permitir.

Yo sé que sabes, de la única manera en que pueden saber los tardígrados -es decir, en sus células- que es cuestión de tiempo. Al fin y al cabo, así se ha llamado siempre tu victoria: permanecer.

Pareces observarnos, paciente, desde tu gran ojo ciego, cómo nos descomponemos. Nuestras vidas son fugaces mientras dura tu sueño, tardígrado.

Sólo vives y esperas. Al fin y al cabo, para eso estás aquí.

Un diminuto baluarte contra la presión y el pH, temperatura o radiación. Esquivas a la entropía en tu quietud.

Si pudieras hablar, te torturaría.

Dime, ¿qué has venido a hacer aquí?

Yo sé que has aprendido, de la única manera en que pueden aprender los tardígrados -es decir, en tu núcleo celular- cuanto has necesitado sobre la vida en la tierra. Secuestrando el ARN más conveniente que haya acaecido desde el Cámbrico. Atesorándolo con obstinada codicia.

Habla. ¿Estás registrando este experimento evolutivo en que vivimos?

Me es igual que no respondas, sé que es así.

He entendido quién eres, tardígrado: una sonda espía y resiliente. Lo leo en la precisión de tu diseño eutélico y criptobiótico. En tu paso despreocupado y lento. En tu capacidad para habitar espacios a los que ninguna vida honesta necesitó adaptarse nunca.

Admítelo, te he descubierto.

¿Quién te ha enviado, tardígrado, a escrutar nuestra genética? ¿Por qué precisamente a esta esfera de barro miserable, perdida en cualquier rincón del universo?

¿Quién y cuándo vendrá a recogerte?

¿Qué aprenderá de ti?

¿Y contra quién lo aplicará?