Verdes, azules.
Baile de manchas. Que se definen y concretan en la mirada del niño. Mirada serena ante el gesto atento de la madre. Mirada que identifica como propias unas manos sin aristas en el chapoteo del agua y la risa. Que corre luego a esconderse entre los árboles, esquivar rodillas, pasmarse ante las cristaleras del gimnasio indescifrable. Mientras gana en altura, la mirada aprende a reconocer trayectorias, anticipar la posición de la pelota y gobernarla. A veces, se sumerge. Se complace en los brillos caprichosos de burbujas en su inevitable ascenso, en el movimiento ingrávido de los cuerpos sin rostro, o el leve mecer de un cabello de anémonas. Verano tras verano, la mirada se enturbia en incesante competición contra lo no-presente, no-ahora, no-mirada. Atropella los platos con el bocado de aprisa o la cena laboral y, si acaso, reposa entre el crepitar de las brasas. Un día enfrenta otra mirada, indefinida y serena, que lo llevará de vuelta a recorrer, esta vez como huésped, el árbol y la máquina, la pelota y el agua hasta hacer suya la urgencia. El no-presente se va deslizando hacia el ayer. La mirada recorre las escaleras de salida. Inevitable ascenso. Y en la puerta, un recorte. Su nombre. Palabras escuetas en un folio con celos. Para otra mirada, la que entra, una mancha indefinida. Blanca
y negra.