La Cámara del Pastor

Si no hubiera sido tan joven, probablemente, el pastor no se hubiera perdido. Pero si no se hubiera perdido, quién sabe cuánto tiempo más, años o siglos, hubiesen transcurrido hasta que alguien se topara con la entrada de la cámara.

Por fuera era como otra mina más de los antiguos.  Apenas una grieta tapada por la vegetación y las rocas de la ladera del Monte Wasini, alrededor de la Gran Cuenca.

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Una excavación, por sí misma, no era un descubrimiento extraordinario. Quedaban muchos restos de la civilización previa al Recomienzo, de la vuelta al estado natural del hombre. La mayor parte, sin embargo, no era más que basura. Inservible salvo por el grave efecto recordatorio que causaba: «No deberá el hombre alejarse de la tierra».

Había, por otra parte, algunos restos tecnológicos vagamente funcionales y determinados libros aún legibles. Al menos, para los miembros del clero capaces de leer textos antiguos. Y de poca utilidad, en líneas generales.

Esta entrada, sin embargo, era distinta. La Cámara del Pastor -como pasó a llamarse con el tiempo- le hizo sentir al chico que realmente había encontrado algo especial. Todo cuanto había en ella estaba concebido para durar y se notaba. Incluía un artefacto metálico y brillante, dentro de una urna transparente y polvorienta. Multitud de esferas, mitad transparentes, mitad opacas y en cuya superficie intermedia podían leerse inscripciones en espiral convergente. Al fondo de la mina, al menos hasta donde alcanzaba su vista, había estanterías repletas de pequeños tubos. Unos rojos,  otros negros. Opacos, resistentes. Con tapón de rosca.  Abrió uno de ellos pero, decepción, sólo encontró polvo en su interior. Lo olió con desagrado, para volverlo a cerrar y colocarlo en su sitio.

Con todo, lo más llamativo eran las paredes, todas de roca tallada. Grabados, dibujos, inscripciones y símbolos en multitud de idiomas. ¿Mensajes a los dioses, quizá?

El joven pastor, casi un niño, durmió mal esa noche, debatiéndose. Pero finalmente decidió volver al pueblo antes de tiempo y contarle al Padre Dinasi su descubrimiento. En cuanto el anciano entró en el lugar tuvo claro de que había que informar a su superior en la orden y éste, a su vez, convocó a algunos de los mejores estudiosos de la región.

Existió debate, pero duró poco. En apenas unas semanas hubo acuerdo suficiente sobre lo que se debía hacer. Las explicaciones talladas en las paredes eran demasiado claras. Casi evidentes para cualquier ser humano que supiera interpretar las inscripciones en cualquiera de los cincuenta idiomas antiguos. Incluso hubiese bastado con los signos, representaciones directas y reconocibles.

El mensaje no era para ningún dios, sino para cualquier humano que llegara. Había que esparcir miel -los dibujos de las abejas no dejaban lugar a dudas- dentro de unos cuadro tallados en el suelo. Abrir uno de los pequeños tarros rojos y esparcir una fracción del polvo en cada cuadro. Esperar tres días. Tiempo suficiente para que se cultivara un tejido vivo, un tipo de hongo. Y, entonces, con el hongo ya maduro, verter el contenido de alguno de los tarros negros sobre ellos.

Así lo hicieron.

Con el paso de los días, cada uno de los hongos, de los diminutos micelios que lo conformaban, fue segregando una fina hebra de sustancia gelatinosa. Gelatinosa y pegajosa, en un principio, de manera que las hebras se adherían a sus vecinas,  conformando una especie de manto que, a los pocos días, se secó y endureció.

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Entonces, se desprendió. El Padre Dinasi lo cogió con manos temblorosas y le flaquearon las piernas y noto la sangre bombeando con fuerza en sus sienes cuando lo compendió.

Aquel hongo había conformado una página escrita. Con letra irregular, pero perfectamente legible. El texto decía:

Not marble, nor the gilded monuments
Of princes shall outlive this pow’rful rhyme.

Los estudiosos entendieron que el contenido de los tubos negros era información, gérmen de libros. Mientras que los tubos rojos contenían el hongo capaz de interpretarla. Los antiguos, al parecer, habían encontrado la manera de transmitir sus bibliotecas a través de los milenios. Haciéndolas crecer de forma natural justo en el momento en que hubiera alguien capaz de entenderlo.

Pero, ¿cuánta información? ¿Cuánto conocimiento potencial había ahí almacenado?

Debía haber miles de botes de polvo negro. Y teniendo en cuenta que cada página, cada texto tejido, era distinto del anterior -al menos durante los primeros años- no habría eruditos suficientes sobre la tierra para asimilar todo aquello. Harían falta generaciones, sin duda. Cientos de años.

La forma de introducir la información, además, era muy inteligente. Los tubos estaban numerados. Empezaban desde lo más natural, desde lo más básico. Enseñaban como construir un mazo, un arco, una flecha, el uso del metal. A identificar plantas medicinales, métodos de conservación de los alimentos, de cultivo y ganadería, navegación… Cada libro representaba un nivel de conocimiento superior y aprovechaba la tecnología previa.

Pero ¿hasta dónde se podría llegar?

Durante un tiempo los eruditos hicieron un gran uso de toda la información encontrada en la Cámara del Pastor. Consagrados a su estudio, ampliaron las plantaciones del hongo decodificador. No siempre hacía falta el polvo rojo, bastaba con sembrar de nuevo una fracción de uno en nuevas placas. De esa manera pudieron abrir más y más cápsulas negras simultáneamente. La comunidad se benefició rápidamente de todo ello.

Comenzó entonces un gran debate entre los sabios. ¿No estaba de alguna manera replicándose excesivamente el conocimiento antiguo? ¿El de aquellos humanos que devastaron la tierra y condujeron a roda la especie a la crueldad y el sufrimiento previos al Recomienzo? Algunos estudiosos sostenían que el hombre ya había aprendido de aquello y nunca más sucedería, que no había nada de malo en sacar partido a una herramienta tan potente. Los más, sin embargo, creían que no era así y que la catástrofe estaba asegurada si continuaban en esa linea.

Por otra parte, había indicios -lo decían los textos- de que en más lugares de la tierra había réplicas de la Cámara del Pastor. ¿Y si una civilización remota, del otro lado de los mares, aprendiera a manejarla? ¿Y si fueran a por ellos? Mejor tener el conocimiento, ¿no es así?

Pero nadie podía saber por aquel tiempo si aquel descubrimiento había sido una bendición o lo contrario.

******************

(He publicado una explicación más amplia sobre de dónde viene esta pedrada de relato).

4 comentarios en “La Cámara del Pastor

    1. Ese Santo! Me alego de que te haya gustado. La verdad es que lo que tenía pensado hacer era escribir notas y comentarios sobre el relato en sí, no continuarlo.

      Aunque también es cierto que sacarlo así a la luz me sirve para que la gente le dé una buena revisión (ya lo están haciendo en G+: https://plus.google.com/u/0/110321420379699338717/posts/J4ECsvociM4) y, tal vez, escribir algún relato más largo basado en este.

      Hay algún concurso a la vista sobre estos temas que pudiera encajarme… ;)

      Un abrazo!

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