«…y oye una voz:
– Soy el fantaaaasmaaa de los ooojos azuuuules.
Y dice el Español:
-¡Pues como no te calles, te los pongo morados!»
Y mi sobrina Carmen se muere de la risa. Antes de eso me ha contado el de otro fantasma, ese en el que el francés y el inglés se tiran por la ventana y se hacen tortilla. Ah, sí, y también el del fantasma de las bragas rotas.
Yo no doy crédito. Son exactamente idénticos, palabra por palabra, a los que contaba yo. Mi hermana unos cuantos años mayor me los había contado a mí antes, sin cambiar una coma. No me parece posible. Cualquiera que haya participado en una dinámica de teléfono roto sabe lo difícil que es transmitir de boca a oreja una serie de palabras sin que, por el camino, se conviertan en -virtualmente -cualquier cosa.
Pero ahí estaba la evidencia: los chistes de esa edad -los primeros a los que niño les «pilla la gracia»- se mantienen intactos, inalterables. Años y años, generaciones enteras en las que cada enano ha contado el mismo chiste decenas de veces sin modificarlo.
Y no, no es verdad que eso pase con todos los chistes. Me han contado al menos seis versiones del del rascacielos y dos tios en lo alto. Puede ser un supermán borracho, o un supermán racista, o un ángel de la guarda con mala hostia. Puede que la tierra sea magnética, que haya una apuesta, un suicida o unas birras de por medio. El chiste es siempre el mismo y siempre diferente. Lo llevo escuchando desde hace 20 años. No exagero. Y cambia, vaya que si cambia.
A mi cuñado el griego su abuela le contaba los mitos de Odiseas (que nadie le ofenda diciendo Ulises, por favor) antes de ir a la cama. Lo hacía de memoria, como se los contaron a ella, sin delegar toda responsabilidad narrativa en los editores. El origen de esas historias, ¿a cuándo puede remontarse? Dicen que Homero, en el siglo VIII A.C. -veintiocho siglos de nada- se dedicó, en cierta medida, a recoger por escrito esa tradición oral. Un lujazo cultural, desde luego, pero aun así hay muchas versiones. No todas las abuelas griegas cuentan esas historias de la misma manera.
En la historia ha habido muchos Homeros. Chrétien de Troyes, Perrault o los hermanos Grimm también se dedicaron a recoger historias populares y escribirlas. En el mundo actual, sin duda, la mayor influencia es la de Walt Disney y su factoría. Sus versiones edulcoradas, políticamente correctas y enfocadas exclusivamente al público infantil (los cuentos tradicionales casi nunca lo eran, véase la caperucita caníbal) se han terminado imponiendo en occidente.

¿Alguien ha leído el Peter Pan original? Era bastante maldito el chaval…
Pero los chistes de mi sobrina… ¿De dónde vienen? ¿Cómo consiguen mantenerse? ¿Son custodiados de generación en generación de niños de entre 5 y 8 años como un compartimento estanco? ¿Como un área de infancia preservada donde ningún adulto entra a cambiar las cosas «porque da igual»? No lo sé. Tal vez vengan de otro tiempo, de otro lugar mucho más remoto que Disney nunca supo entender.
Un comentario en “Área de infancia preservada”