Remembering «Los Gastrocrímenes»

Pocas series han quedado tan injustamente fuera del recuerdo de la mayoría como ésta. Es cierto que tuvo altibajos, pero sin duda mereció mucho más crédito. Al menos, en la pequeña-historia de la televisión bastante reciente. Para una «inmensa minoría» fue un punto de referencia, una serie de culto -quizá fuera de su tiempo- pero que, de manera sutil, fue capaz de influir significativamente en la producción televisiva y cinematográfica española posterior.

Me refiero, por supuesto, a «Los gastrocrímenes«.

A mediados de los 90, mientras el país salía de su resaca olímpica o minicrisis (¡cuántos quisieran!) del 93, iba aumentando el interés en la gastronomía como arte. En un periodo en el que los diseñadores eran las estrellas, por cómo hacían caja y salían en las noticias, empezaba a guisarse -a fuego lento- la imagen del cocinero-estrella. Mucho antes de Chicotes y Master-Chefs, el primer Arguiñano, Subijana, o Adrià ya empezaban a ganar en popularidad. Parecía un buen caldo de cultivo para que apareciera una serie sobre cocina con un enfoque diferente. Y eso es lo que intentaron  el guionista Guerricaechevarría y la productora García Rodriguez.

El público, por entonces, apenas concebía una serie que no fuera de capítulos casi del todo independientes. Encontrarse con una única trama para toda la temporada era algo demasiado exigente para la mayoría. Más aún teniendo en cuenta que era programada en los maltratados horarios de la madrugada de La2. Eso, cuando no había un partido de Copa de Europa …de hockey hierba.

A rebufo del éxito cosechado en taquilla y Óscars por «El Silencio de los Corderos»,  Antonio Resines se convertía en un convincente investigador de la Guardia Civil, el  teniente Montejo, con el encargo de identificar y detener a un peligroso asesino en serie: el carnicero regional.

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Por supuesto, contaba con su inseparable ayudante-aprendiz, Victoria Lanas (Diana Peñalver, ex-chicadehoyendía, la morena), con la que tenía serias discrepancias metodológicas. Ella se había formado en la Academia. Él, en la calle. Y, por supuesto, una cada vez menos velada tensión sexual …a pesar de que él era casado. Todo un tema.

La serie comenzaba cuando Montejo convencía a sus mandos de que había un hilo conductor entre tres asesinatos aparentemente inconexos. Aparentemente, es un decir, porque aunque habían sucedido a varios cientos de kilómetros de distancia (Extremadura, Aragón y Cantabria), en los tres casos, el perturbado había cocinado un plato típico local con sus víctimas. Todas ellas, personas influyentes, por cierto. Y, como firma, una pista: un indicador de dónde atacaría de nuevo.

Cuando Montejo se hace cargo del caso la última víctima ha sido bautizada con el macabro nombre de «Cocido Lebaniego con Carne de Primate» y un saco de arroz desafiaba a seguirlo, casi con toda probabilidad, a la Comunidad Valenciana.

La estructura, simple pero efectiva, se repetía con ligeras variaciones en cada entrega. Capítulo tras capítulo el teniente llegaba a una comunidad diferente, intentaba averiguar -cada vez con mas información sobre el modus operandi y la selección de víctimas- quién pudiera ser el siguiente, para tratar de impedirlo (cosa que consiguen en alguna ocasión …más o menos) y detener al culpable. Episodio a episodio, Montejo y Lanas se veían abocados a una carrera que casi siempre acababan perdiendo contra su extremadamente astuto adversario. Semana tras semana, parecía que esta vez, por fin, se adelantarían. Pero nunca era así del todo -y esto es clave, «del todo»- y al espectador ya sólo le quedaba el morbo de ver qué nueva delicatessen habría cocinado el  serial-killer-chef.

En ocasiones, los platos ya habían comenzado a ser servidos a los comensales del restaurante o sociedad gastronómica de turno. Y no era necesario recurrir a lo visualmente macabro. Bastaba la cara de horror de quienes descubrían «el pastel» (nunca mejor dicho en el caso de Murcia) y mientras balbuceaban algún detalle, algún retazo descriptivo del plato. Aquello daba impresión. Conseguía el efecto. ¿Cómo no recordar la «paella de carne y carne«,  el «cadáver arrugado con mojo rojo«, el «ojoarriero«, el «escaldao al pil-pil» o el «caraio à feira«?

El asesino nunca aparecía directamente, salvo por escasas notas, mensajes y recetas, en las que demostraba un conocimiento extraordinario de todas las escuelas de cocina de la geografía patria. Y, poco a poco, uno comenzaba a comprender, -no digo que a compartir, pero si a comprender- las causas y motivos del carnicero regional en  su selección de víctimas. Conseguían construir, en cierta medida, esa perturbadora empatía-con-el-malo que trajeron consigo los noventa. Me reservo los detalles para evitar espóilers, pero os aseguro que, a partir del capítulo siete (sí, exactamente, ése), uno empieza a no tener claro si quiere que Montejo y Lanas le descubran. (¡Joder, lo que he dicho!).

De todas maneras, si por algún motivo siquiera tangencial debiera ser recordada «Los Gastrocrímenes» por el gran público es porque permitió que muchos de los cocineros más mediáticos pudieran hacer sus primeros pinitos actuando. La pareja de guardia civiles se dejaba ayudar en varios capítulos por referentes del mundo culinario. Como un inquietantemente amable Juan Mari Arzak, tras sus gafas de búho sabio. O un Santi Santamaría, desorientado y certero, que mirando a cámara y como en trance, soltó aquello de «la guerra civil, la perdimos todos«. O ese revelador -hasta casi el equívoco- Karlos Arguiñano que, en un momento dado, –¡y qué momento intenso, señor!– agarra de las solapas a Victoria y le grita un furioso:  «¡Escúchame! Todo cocinero, si tiene alma, se ve arrastrado por sus más bajos instintos cuando ve que un comensal está destrozando su obra …¡porque se la está comiendo mal!«.

Desgraciadamente, «Los Gastrocrímenes» no conoció los niveles de audiencia suficientes como para mantenerse hasta el final de la temporada. Ni siquiera para aquella «La2» socialista de a las 3 de la mañana, entre Días de Cine y el Redes de un Punset que todavía no habían descubierto los modernos. No hubo tiempo de concluir la idea de los 13 capítulos (17 víctimas, una por cada Comunidad) y darle el final digno que merecía. Nos quedamos sin la víctima de Castilla La Mancha, Baleares y -presumiblemente en el último capítulo- el «cocido de madrileño».  Guerricaechevarría tuvo que construir un remiendo, un apaño difícilmente justificable para los amantes del guión sobrio y terminar en el episodio décimo con un final que, sin duda, tendría que haber sido otro. Fue muy jodido aceptar, no podía ser que, -por primera, pero no por última vez–  una serie española echara el telón con la vana excusa de que todo había sido un sueño del Resines.

Vaya tela…

6 comentarios en “Remembering «Los Gastrocrímenes»

  1. Ni la más pastelera (supongo que viene al caso) idea de la serie de la que hablas. Quizá porque no suelo prestar demasiada atención a las cadenas generalistas o -más probablemente- porque en esa época yo no vivía en España, no me suena ni de lejos.

    Quizá me equivoque, pero me da la sensación de que tu favorable comentario viene muy influido por el hecho de ser esta serie una producción española: si hubiera sido un producción checa, pongamos por ejemplo, ¿tu valoración sería la misma?

    Un abrazo, querido Luis

    1. Supongo que es una combinación de esos motivos, unido a que jamás ha existido algo parecido… Desgraciadamente! XDDD

      De todas maneras, está claro que checa no hubiera sido lo mismo. Sin esos cocineros, sin un guión del co-guionista de El día de la Bestia, sin todas esas referencias gastronómicas, sin la «chica de hoy en día» que también salió en «Braindead/Te madre se ha comido a mi perro» y, sobre todo, sin el Resines… Los checos no podrían competir! ;)

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