Hace ya tiempo que escribo los años con 5 cifras.
Esto es: estoy escribiendo esto en el año 02010.
¿Y por qué?
Pues porque vivimos con demasiada prisa. Demasiado obsesionados con vivir en lo que -en palabras del Robe– es sólo «la ola que surge del último suspiro de un segundo«.
Parece como si no existieran los medios plazos. Los resultados, en lo político, en lo social, en lo económico, lo deportivo, incluso en lo humano(!) han de llegar ¡ya! No dentro de tres años, cuando el mérito, tal vez, se lo lleven otros.
De los plazos largos ya ni hablamos. Como mucho, en entornos más idealistas, se habla del mundo «que dejaremos a nuestros hijos». Muy bien. Muy bonito. Pero no basta.
Casi nadie va más allá. Nada más desacreditado que el «dentro de cien años». ¿A quien le interesa el momento ése en el que seremos todos calvos? (Aunque algunos estemos ya ganando tiempo en eso último).
Y opino que eso no es inteligente, sostenible, ecológico ni sano. Ni siquiera realista.
El siglo que viene debe interesarnos. Y también el de dentro de diez, de cien siglos.
Como cultura, se hace necesario hablar en términos de especie, de todas las especies. Hablar de eras geológicas y de glaciaciones. De que no estamos en-el-último-año, sino en el-primero-de-los-muchísimos-más-que-quedan-por-llegar.
Urge abrir una ventana temporal -mucho- más amplia.
Y por eso escribo el número de año con un cero que no está de más. Con un dígito que no será cifra significativa pero que está repleta de significado.
Para que sutilmente, se fije el lector en ello más o menos, vea que estamos en el diezmilenio-cero. Porque con un simple byte ahí delante, alguien pueda intuir que hasta llegar al año 99.999 tiene aún que pasar mucho tiempo. (Bueno, en realidad, apenas una broma, en terminos relativos, cuando uno se pone a mirar fósiles de homínidos; pero algo es algo)
La idea, por supuesto, no es mía. Pero me suscribo a ella como lo hizo el autor del que la leí, Fernando Sáez Vacas. Él la recogió de la «Long Now Fundation«, Fundación del Largo Ahora, que me inspiró el nombre de este blog y de la que ya hablé algo en otro lugar y en otro tiempo.
Se dedican a construir relojes que marquen los siglos, o soportes en los que almacenar información durante milenios, o a llevar una casa de apuestas en las que no es posible ganar.
Supongo que, para muchos, estos deben parecer familiares de aquel primo de Cortázar que luchaba «contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles».
Pero no es, ni mucho menos, mi caso. Debe de servir para entendernos.
Cuando una persona vive acelerada, siempre pendiente de ser capaz de agarrar el siguiente segundo y cuando lo está agarrando, corriendo apresuradamente a coger el siguiente. Así, en esa carrera sofocante… esa persona se olvida de vivir el segundo tras el que corría. Y, lo que es peor (peor en el sentido de que seguramente sea lo que otras personas desean que haga)… deja de pensar. Está demasiado ocupado cazando segundos sin nunca conseguir ninguno ni valorándolo.
De este modo, con un mínimo de malicia y un poco de buen marketing, se puede lograr precisamente que dicha persona dedique sus esfuerzos a conseguir. ¿El qué? Cosas. ¿Para qué? Chsss, no importa. Y una vez que lo consigue, a desear conseguir otra cosa, cuando, si se para un momento, deja que se escapen unos pocos segundos (no, no pasa nada por dejarlos correr), se da cuenta que ni era lo que quería, ni le sirve para nada, que puede vivir sin ello y que sería más feliz haciendo otra cosa. Toma así consciencia de su ser, aquí y ahora.
Así la situación, lo que se busca es generar un estado de ansiedad tal, de alerta continua, de estrés, que las respuestas del individuo sean únicamente las de supervivencia. El cuerpo está en semejante estado de tensión que sólo pueden actuar los sistemas de acción rápida, evolucionados durante miles de años, y dedicados a los momentos críticos. Pero el problema es que hemos pasado a tener una vida de continuos momentos críticos. Todo siempre es asunto de vida o muerte, todo necesita ser resuelto aquí y ahora.
Cuando uno vive tan deprisa y ni siquiera se preocupa de lo que tiene alrededor, no puede por mucho que quiera identificarse con lo que le rodea. Y eso otorga impunidad para actuar de cualquier modo. No duele, no lo ves siquiera, no lo sientes como propio, como parte de ti mismo.
Antes, no hace tantos años, y especialmente en el mundo rural, la gente realmente saboreaba dejar pasar el tiempo. Es un lujo haber sido capaz por ejemplo de algo tan tonto a los ojos actuales como pasar el rato viendo cómo arde el fuego en un fogón, con la luz apagada, oyendo chisporrotear la leña, sintiendo que fuera ya se ha hecho la noche (ah, sí, es que en el campo, realmente ¡¡se hace de noche!!)
Y qué mayores conocedores del medio que aquellos que tuvieron tiempo (y lo dedicaron) para mirar, para tocar, para saborear, para oler, para sentir. Ahora nos quieren vender productos con «el sabor de siempre», las «cosas hechas en el tiempo necesario», «a fuego lento». Sinceramente, al menos desde mi punto de vista, un buen puchero que haya podido borbotear durante horas siempre sabrá mejor que cualquier preparado rápido para que sólo tengas que calentarlo al microondas y diseñado para comerlo directamente, así no necesitas dejar de hacer lo que estabas haciendo para comer.
Y qué decir de todo aquello que requiere un tiempo para ser saboreado, para que esté maduro, no como esas frutas y verduras, recogidas verdes, tratadas para que parezcan apetecibles y que no saben a nada…
Preocupados corriendo de acá para allá, no nos damos cuenta que el lujo, el verdadero lujo, es precisamente el tiempo, no aquello en lo que lo malgastamos frenéticamente.